Comentarios del Evangelio

10º Domingo del tiempo ordinario (ciclo B)

Texto del Evangelio (Mc 3,20-35): En aquel tiempo, Jesús volvió a casa y se aglomeró otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de Él, pues decían: «Está fuera de sí».

Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Está poseído por Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los demonios». Entonces Jesús, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas: «¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin. Pero nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno». Es que decían: «Está poseído por un espíritu inmundo».

Y llegan la madre y los hermanos de Jesús, y quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Mira!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».


Hoy el evangelista Marcos nos invita a dirigir nuestra mirada hacia la familia de Jesús.

En primer lugar menciona a “los parientes” que, sorprendidos por el éxito de la actividad misionera del Señor, quieren alejarlo de la muchedumbre para que pueda, por lo menos, comer algo y recuperar la cordura que parece haber perdido. Para ellos Jesús había sido, hasta entonces, uno más. Era el hijo del carpintero, un trabajador como los demás. No había estudiado para ser rabino ni médico y, sin embargo, ahora la muchedumbre le sigue a todas partes para escuchar sus enseñanzas o ser curados de alguna enfermedad. Y es que Jesús hablaba con autoridad y sanaba con su palabra, porque era y es verdadero Dios.

Aquellos parientes no eran capaces de reconocer a “su Jesús” como Señor. Para nosotros, esta incredulidad es una muestra patente de que vivió una vida similar a la de sus contemporáneos, sin llamar la atención, ni en su infancia ni en su juventud. Sí, Jesús fue y es también verdadero hombre.

Ya al final del relato aparece de nuevo la familia de Jesús. En esta ocasión es su madre, quien acude a la casa con algunos de los hermanos y hermanas del Señor, es decir “parientes”, preguntando por él. Con la ayuda de su madre, y quizás por medio de otros parientes que ya eran discípulos de Jesús como Santiago, José, Simón y Judas, lograron llegar al Maestro. Y ante este requerimiento maternal Jesús enseña quien es su verdadera familia: todo aquel que cumple la voluntad de su Padre Dios, como lo hizo siempre María, su madre.

Así podemos comprender ahora que los discípulos de Jesús, los de su tiempo y los de ahora, son su familia. Los que aceptan al Señor y su mensaje forman parte de una nueva familia que está llamada a extenderse por toda la tierra. Esa familia, que tiene su origen en el mismo corazón de la Trinidad, es la Iglesia. Y María, madre de Jesús, es también la madre de esta familia, por título propio.

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