Texto del Evangelio (Mc 16,15-20): «En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien».
Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban».
La vida de Jesús en la tierra ha llegado a su punto final: hoy el evangelio nos narra su último encuentro con los apóstoles. A partir de ahora serán sus seguidores quienes deberán propagar sus enseñanzas y mostrar, con su propia vida, cómo es un auténtico seguidor de Cristo. A partir de hoy, una vez que Jesús ha sido elevado al cielo, el testimonio de los discípulos se convierte en una misión: anunciar la buena noticia de la salvación que se ofrece a todos. Una noticia que llega a transformar la vida de las personas si creen en Jesús.
Esa misión es, a todas luces, imposible de realizar sin la ayuda del Señor. Los apóstoles así lo sienten. Y aunque han visto a Jesús elevarse hacia el cielo, entienden que no se aleja de ellos, saben que Él está de nuevo con el Padre y a la vez junto a ellos. “La “ascensión” no es marcharse a una zona lejana del cosmos sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
Estar “sentado a la derecha de Dios” significa participar en la soberanía propia de Dios. De ahí que los discípulos de Jesús, los de entonces y los de ahora, podamos confiar en que es Él quien continúa llevando el evangelio a todas partes, eso sí, a través de nuestro testimonio de fe y de vida cristiana.
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