Por deformación profesional, soy filóloga, tiendo a analizar los distintos lenguajes que conforman un relato o un discurso. Está el lenguaje de la palabra, el lenguaje de las imágenes y el lenguaje de los sonidos. A veces soy crítica con el lenguaje utilizado porque me parece que no transmite el mensaje que quiere dar o que no se expresa con claridad, o que está desfasado y obsoleto o que es ininteligible. En este artículo he querido analizar el lenguaje de Dios. ¿Cómo es el lenguaje de Dios? Pienso que el lenguaje de Dios es propositivo, universal y asertivo. Se podrían decir muchas otras cosas del lenguaje de Dios, pero yo me centraré en estas tres.
Lenguaje propositivo
Dios tiene un lenguaje propositivo. El lenguaje propositivo es un lenguaje que propone, que no impone. Dios no utiliza un lenguaje autoritario. Por ejemplo, los diseñadores de moda ya no presentan sus colecciones o sus diseños, sino que hacen propuestas. Nosotros, los seres humanos, muchas veces utilizamos un lenguaje impositivo. A veces nos situamos en una posición de superioridad con respecto a nuestro interlocutor. Una superioridad moral, cultural, académica, y tendemos a decirle al otro lo que tiene que hacer, cómo tiene que pensar o vivir. En definitiva, damos lecciones. Si queremos, podemos llamarlos consejos o indicaciones. Sin ir más lejos, nuestros políticos en la actualidad se arrogan el derecho de situarse en un plano de superioridad y se inmiscuyen tanto en nuestras vidas, que nos dicen hasta lo que tenemos que comer. Dios no es así. Dios no se sitúa en un plano de superioridad para dirigirse a nosotros. Hay un pasaje de los Hechos de los Apóstoles especialmente conmovedor. Es el de la conversión de San Pablo. San Pablo iba hacia Damasco a meter en la cárcel a los cristianos, cuando en el camino una luz le cegó, le tiró al suelo y oyó una voz que le preguntaba: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”¿Cabe una actitud más dialogante, receptiva, respetuosa y democrática que la de quien pregunta, que la de quien quiere saber nuestra opinión, la de quien quiere escuchar, la de quien pregunta el porqué de nuestro comportamiento? Dios le podía haber dicho a San Pablo: “no me persigas porque soy Dios” o “vas por un camino equivocado” o “Saulo, estás obrando mal”. Pero Dios no le dice esto a San Pablo, sino que le pregunta, quiere escucharle, quiere saber las razones por las que le persigue. Fue un encuentro fulminante, sí, pero impregnado de dulzura, sin ningún reproche, sin ninguna reconvención, sin herir. Y hoy, como a San Pablo, Dios le pregunta al hombre del siglo XXI: ¿Por qué me persigues? ¿Por qué me odias? ¿Por qué me das la espalda? ¿Qué te he hecho? No es este un lenguaje impositivo, sino propositivo, dialogante, receptivo. Cuando preguntamos corremos el riesgo de que no quieran contestarnos o de que nos contesten mal, o de que nos den un no como respuesta. Dios corre ese riesgo. Y lo corre porque respeta nuestra libertad, la libertad de decirle que sí o que no.
Es un lenguaje propositivo porque Dios nunca levanta la voz para que no tengamos otra alternativa que escucharle. Podemos no escucharle o podemos decir, como San Pablo: ¿quién eres? San Pablo le contestó afirmativamente a Dios.
Lenguaje universal
El lenguaje de Dios también es universal. Lo entienden todas las personas de todos los tiempos del mundo entero. Lo entienden todas las culturas, todas las edades, todas las condiciones sociales porque Dios habla nuestro lenguaje, el de cada uno, el de cada persona en concreto, individualmente. Dios habla con el lenguaje del hombre sentimental, del racional, del artista, del niño, del indigente. Y, sobre todo, Dios habla poco y escucha mucho. Lo que le convierte en un comunicador excepcional. Porque a veces se llega más a las personas escuchándolas que dándoles infinidad de consejos.
Recuerdo la novela de Momo de Michael Ende. La protagonista era una persona que escuchaba a todo el mundo y, por esa razón, todo el mundo la quería. Hoy la gente tiene una enorme necesidad de ser escuchada. Y hay tan poca gente que escucha. Cuando nos encontramos con una persona que nos escucha una y mil veces nuestras historias, la valoramos muchísimo. Y cuando nos dice algo, aunque sea una insignificancia, lo tenemos en cuenta. Dios hace lo mismo con nosotros. Nos escucha. Escucha nuestras quejas, nuestras historias, nuestras pequeñeces. Y no una vez, sino un número infinito de veces. No se cansa de escucharnos. Y de vez en cuando nos dice alguna cosa, pequeña, en apariencia poco importante, pero que nos ayuda a ser mejores. Y, sobre todo, nos lo dice en el momento oportuno y de la forma adecuada. Ese es el lenguaje de Dios, el de la escucha.
Y aquí quería hacer un inciso para hablar de la necesidad que tiene el hombre del siglo XXI de ser escuchado. Por eso lanzo la pregunta, ¿cuánto escuchamos nosotros? Porque escuchar es el mayor acto de generosidad con los demás que podemos hacer, detrás únicamente del de dar la vida. Porque escuchar es donación de sí mismo, es comprender al otro, aceptarlo y quererlo como es, es compartir con él sus alegrías y sus penas. Es darse sin pedir nada a cambio. Y en la actualidad hay poca gente que escucha. Todos hablamos mucho de nuestras cosas, pequeñas o grandes, pero nos escuchamos poco. A lo mejor escuchamos a una persona que nos quiere contar su vida, por educación, pero cuando viene la segunda vez con las mismas historias, la rechazamos. ¿Por qué necesita tanto el hombre ser escuchado? Porque es la única o la mejor manera de restañar heridas. Eso es lo que hacen los psicoterapeutas y cobran por ello. Yo no soy muy amiga de los libros de autoayuda porque creo que hinchan el ego con frases como “quiérete mucho”, “aléjate de las personas tóxicas”, “lo mejor está por venir”, “cuídate y háblate bien”. Los coach, los psicoteraputas y los libros de autoayuda creen que la única manera de curar las heridas es hablándose bien a uno mismo. Y sí, tenemos que perdonarnos, pero este es solo un primer paso. Para curar las heridas, necesitamos de los demás, necesitamos ser escuchados. Por eso echo en falta ese saber escuchar y ser escuchado por los demás en los gurús de la autoayuda. La mejor demostración de solidaridad y empatía con los demás es escucharlos. Todas las veces que haga falta. Y sí, yo creo que Dios es el mejor psicoterapeuta porque escucha siempre. El hombre del siglo XXI tiene que colmar ese vacío interior hablando con Dios, teniendo un diálogo personal con Él, como lo tenía Topol en El violinista en el tejado, un diálogo confiado. Esa es la mejor manera de restañar heridas.
Lenguaje asertivo
Y, por último, el lenguaje de Dios es asertivo. En la actualidad, los psicólogos y los psiquiatras, y por extensión el resto de la humanidad, hablan de personas tóxicas. No creo que las personas seamos tóxicas. Sí que tenemos, a veces, comportamientos tóxicos. Incidimos en lo negativo, somos derrotistas, pesimistas, estamos en una queja continua, tenemos un poco de amargura. En definitiva, vemos el vaso medio vacío. El lenguaje de Dios no es tóxico, sino positivo, no incide en lo negativo de nuestro comportamiento, sino que ve siempre el vaso medio lleno. Es un lenguaje animante, que impulsa a vencer miedos y prejuicios, a superar obstáculos, a alcanzar metas, a derribar muros, a escalar cimas.
Dios habla con el lenguaje del hombre del siglo XXI y rompe todos los esquemas preconcebidos. Ya no habla con el lenguaje del siglo XVI ni con un lenguaje convencional. A veces, tenemos miedo de hablar con el lenguaje de Dios, porque creemos que rebajamos su dignidad, le desposeemos de alguno de sus atributos, en definitiva, la tratamos con demasiada confianza. Hablar con el lenguaje de Dios al hombre del siglo XXI supone liberarse de muchos prejuicios e imágenes estereotipadas.
El lenguaje de Dios nos inyecta un chute de energía con un lenguaje propositivo, personalizado y asertivo. Dios es el mejor comunicador porque nos dice las cosas siempre en el mejor momento, porque utiliza nuestro lenguaje de manera que le podamos entender; el mejor conversador porque es el que más escucha; y el mejor psicoterapeuta porque cura todas las heridas. Y lo que más falta le hace al hombre del siglo XXI para devolverle la paz, la felicidad y la esperanza es hablar con Dios.