Desde el inicio de su vida pública Jesús sorprende por la autoridad de sus palabras y de sus gestos. Sus enseñanzas van calando en los corazones de los que le siguen, porque son auténticas, verdaderas: ¿quién puede curar a un leproso, o a un paralítico, o a un ciego solo con palabras que manifiestan su voluntad de sanarlo? Sin embargo, aunque haya tenido lugar un milagro patente, los que no aceptan a Jesús muestran su oposición pidiendo una señal, una garantía que justifique su modo de proceder.
El evangelio de hoy presenta precisamente una situación como esta. Jesús, ha ido al hogar de Dios en la tierra, el Templo, un lugar de encuentro, un espacio santo, el único santuario donde se pueden ofrecer sacrificios. Y allí están los mercaderes, haciendo negocio con los animales que iban a ser ofrecidos a Dios. Jesús, movido por su amor, expulsa a los vendedores con una forma de actuar propia de los profetas y como señal, anuncia veladamente su muerte y resurrección: del mismo modo que entregará su vida libremente, y su cuerpo será sepultado, volverá a la vida a los tres días por el poder de la divinidad que habita en él. Este es el único signo, la señal indiscutible de su autoridad divina, desde entonces y hasta el final de los tiempos.
Con palabras de san Pablo en la segunda lectura de la liturgia de hoy, “nosotros predicamos a Cristo crucificado (…) un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1, 22-25). Este es el fundamento firme de nuestra fe.
Comentarios del evangelio: evangeli.net; opusdei.org; biblia de Navarra
Otros recursos: varias homilías