Texto del Evangelio (Mt 28,16-20): En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
El evangelio de Mateo concluye con el envío misionero. Jesús, quiere que sus discípulos recorran el mundo para atraer a todas las gentes. Quizás, al ver que algunos todavía dudan, les promete no dejarlos nunca solos.
El Señor eligió a un pequeño grupo de discípulos, y no hay constancia de que los bautizara. Sin embargo, ahora les indica que los nuevos discípulos comenzarán a serlo cuando hayan recibido el bautismo de sus manos: ese será el modo en que la vida cristiana dará inicio en quien lo reciba.
Con el bautismo, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo comienzan a formar parte de una vida que deja de ser meramente humana: la semilla divina es plantada en el alma como un germen de una vida nueva. Nuestro Dios no es una idea sino una comunión de personas, y ese germen de vida divina está llamada a desarrollarse y crecer, como toda relación personal, con el trato.
La fiesta de la santísima Trinidad habla de la presencia de Dios en el alma del cristiano. Habla del deseo de Dios de ser tratado de forma personal. Habla, en definitiva, de una misteriosa cercanía. En los momentos de duda y dificultad que atraviesan cualquier vida humana, Dios estará siempre presente, como lo prometió a sus discípulos.
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