Reflexión

¿En qué sentido la Iglesia es santa?

En 1968 publicó Joseph Ratzinger por vez primera su Introducción al cristianismo: lecciones sobre el credo apostólico. En la parte tercera, bajo el epígrafe “La santa Iglesia católica” considera la cuestión de la santidad y el pecado en la Iglesia (1). Ahí explica que, en la perspectiva de la fe cristiana, la santidad es una característica esencial de la Iglesia, que confesamos en el Credo. Esto no quiere decir que los cristianos sean perfectos, sino que la Iglesia tiene, por su lado divino, por decirlo así, una santidad originaria que no perderá nunca, porque participa de la santidad de Cristo. Durante la historia, esa santidad, que se manifiesta sobre todo en los santos que han vivido con nosotros, coexiste con nuestros fallos y pecados (todos, también los cristianos, somos pecadores). Pero Dios sigue siendo fiel a su Alianza sellada definitivamente por Cristo.

En efecto, dice el Vaticano II, en la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, que ella es “indefectiblemente santa” (LG 39) por su relación con la Trinidad: elegida por el Padre, redimida por el Hijo, santificada por el Espíritu Santo (conexión entre el Espíritu Santo y la Iglesia santa) y santificadora por medio de las “cosas santas”: principalmente la fe y los sacramentos, que dan como fruto la caridad, sustancia de la santidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 823-829). También señala el Concilio: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (n. 8). Por tanto, en sí misma, la Iglesia es santa, pero durante la historia conviven en ella santos (justos) y pecadores.

Dicho de otra manera: hay en la Iglesia una santidad “ontológica”, que antes hemos llamado originaria, y que se debe a su mismo ser; y una santidad “histórica”, imperfecta o incoada, la que llama aquí Ratzinger “santidad profana”, debida a la existencia, en la Iglesia y durante la historia, de pecadores (todos lo somos, al menos potencialmente, así como todos estamos llamados a la santidad definitiva). Y en cuanto a esa “santidad profana”, tal vez podría completarse esa comprensión diciendo que lo que se llama profano en este mundo no significa necesariamente pecaminoso; y, sin dejar de ser profano, puede llegar por la acción de la gracia a ser santo e incluso santificador.

Hoy, como ayer, las deficiencias de los creyentes apartan a algunos de la Iglesia. A la vez muchas personas siguen descubriendo a Cristo a través de la Iglesia y de tantos cristianos que contribuyen, la mayoría de ellos calladamente en su vida ordinaria de familia y trabajo, a edificar la Iglesia y participan en su misión evangelizadora.

“Se podría decir –afirma aquí el que después sería Papa Ratzinger– que la Iglesia, precisamente en su paradójica estructura de santidad y pecado es verdaderamente figura de la gracia en este mundo”. Pero veamos cómo y en qué orden se expresa el mismo Ratzinger.

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“El mismo Concilio Vaticano II ha hablado con contundencia no solo de la Iglesia santa, sino también de Iglesia pecadora y, en todo caso, si se le reprocha algo al respecto, es que haya sido demasiado tímido al hacerlo (…). Los siglos de historia de la Iglesia están tan llenos de todo tipo de fracasos humanos (…); también nos parecen comprensibles las horribles palabras del obispo de París, Guillermo de Auvernia (siglo XIII), que creía que el abandono de la Iglesia era tal que cualquiera que lo viera lo habría de considerar monstruoso. ‘Ya no es novia, sino una bestia deforme y salvaje’ [una nota remite aquí a H. U von Balthasar, en su libro Sponsa Verbi, Einsiedeln 1961, 204-207; en español, con el mismo título, Madrid 2001, 197 ss.] (…)

Santidad de la Iglesia…
La Iglesia no es llamada santa en el symbolum [Credo] porque sus miembros sean, todos sin excepción, personas santas y sin pecado; este sueño, que emerge de nuevo en cada siglo, no tiene lugar en el mundo de nuestro texto, que expresa tan sentidamente un ansia que el hombre no puede abandonar hasta que no se le conceda, en un cielo nuevo y en una tierra nueva, lo que este tiempo nunca le podrá dar. También ahora podemos decir que los críticos más duros con la Iglesia de nuestro tiempo viven, de forma oculta, de este sueño y, como lo encuentran decepcionante, le cierran de golpe las puertas de su casa y lo denuncian como una mentira. (…) La santidad de la Iglesia consiste en aquella fuerza de salvación que Dios ejerce en ella a pesar de los pecados de los hombres. Aquí nos encontramos con lo verdaderamente característico de la nueva alianza: en Cristo, Dios mismo se ha unido con el hombre, por medio de ella. La nueva alianza ya no se refiere al cumplimiento respectivo del pacto, sino que es un don de Dios, que se recibe como gracia, que permanece incluso a pesar de la infidelidad del hombre. Es expresión del amor de Dios, que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que es benévolo con él a pesar de todo y de forma siempre nueva, que lo acoge siempre precisamente en cuanto pecador, que se vuelve a él, lo santifica y lo ama.
A causa de la entrega irrevocable del Señor, la Iglesia es continuamente santificada por él y la santidad del Señor está siempre presente en ella entre los hombres. Pero es la auténtica santidad del Señor la que está presente en ella y la que, con un amor paradójico, elige una y otra vez como recipiente de su presencia precisamente las sucias manos del hombre. Es una santidad que, como santidad de Cristo, irradia en medio de los pecados de la Iglesia. Así, la paradójica figura de la Iglesia, en la que lo divino se presenta siempre bajo la forma del sin embargo, es un símbolo, para los creyentes, del sin embargo del amor de Dios, que es siempre mayor. La excitante reciprocidad de la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre, que identifica a la estructura de la Iglesia, es en cierto modo la figura dramática de la gracia, a través de la cual se hace presente en la historia, de forma continua y plástica, la realidad de la gracia como indulto inmerecido. En este sentido, se podría decir que la Iglesia, precisamente en su paradójica estructura de santidad y pecado es verdaderamente figura de la gracia en este mundo”

Mezclada con nuestros pecados
¿Cómo debería manifestarse la santidad de la Iglesia en este mundo? Siempre ha existido, dirá enseguida Ratzinger, la tendencia a “pensar en blanco y negro” y afirmar, “implacablemente”, que la santidad no se compagina con el pecado; que, por tanto, todo en la Iglesia y en los cristianos, debe ser inmaculado y puro; y que, en consecuencia, hemos leído, se impone “cerrar de golpe la puerta” de nuestra casa a todo lo que no sea perfecto, para no “ensuciarse las manos”.

Sin embargo, Cristo se mezcló con los pecadores; más aún, quiso hacerse él mismo pecado, cargar con los pecados y dolores del mundo. Esto, apunta Ratzinger, revela lo esencial de la santidad, comenzando por la santidad divina que no es ninguna abstracción: “la santidad: no aislamiento, sino unión; no condena, sino amor redentor”. Un amor que “no se queda en la distancia aristocrática de la pureza intangible, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para, así, vencerlo”.

Y, se pregunta entonces, como veremos: ¿no es la Iglesia la prolongación de la obra de Jesús, la continuación de su vida en el mundo, contando con nuestra colaboración? La respuesta y sus consecuencias no necesitan demasiados comentarios.

“(…) La santidad es concebida, en el sueño humano de un mundo santo, como intangibilidad respecto al pecado y al mal, como una realidad que no se mezcla con ellos; de este modo, se permanece, por así decirlo, en una forma de pensar en blanco y negro, que elimina y rechaza implacablemente las respectivas formas de lo negativo (que, ciertamente, se puede expresar de modos muy distintos). En la crítica social actual, y en las acciones a las que ella invita, se hace cada vez más evidente esta tendencia implacable que siempre acompaña a los ideales humanos. Así pues, lo escandaloso en la santidad de Cristo era ya, para sus coetáneos, el hecho de que le faltara esta característica condenatoria; ni hizo caer fuego sobre los indignos, ni permitió a los fanáticos arrancar las malas hierbas que veían proliferar. Al contrario, esta santidad se manifiesta precisamente en el mezclarse con los pecadores, a los que Jesús atraía a su lado; en el mezclarse hasta el punto de que él mismo ‘se hizo pecado’, cargó con la maldición de la ley al ser ejecutado, en perfecta comunión de destino con los que estaban perdidos (cf 2 Co 5, 21; Ga 3, 13). Él ha cargado sobre sí los pecados, los ha hecho parte de sí y, de este modo, ha revelado lo que es la santidad: no aislamiento, sino unión; no condena, sino amor redentor. ¿Acaso no es la Iglesia la prolongación de este Dios que se entrega a sí mismo, en la miseria de la humanidad? ¿No es simplemente la prolongación de la comunión de mesa de Jesús con los pecadores, su mezclarse con la miseria de los pecados, hasta el punto de que parece hundirse en ellos? ¿Acaso no se revela, en la profana santidad de la Iglesia, frente a las esperanzas humanas de lo puro, la verdadera santidad de Dios, que es amor, amor que no se queda en la distancia aristocrática de la pureza intangible, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para, así, vencerlo? En este sentido, la santidad de la Iglesia, ¿puede ser algo distinto que el apoyarse los unos a los otros, el cual, no obstante, procede del hecho de que Cristo nos sustenta a todos?

Confieso que esta santidad profana de la Iglesia contiene en sí misma algo infinitamente consolador para mí. En efecto, ¿no deberíamos desanimarnos ante una santidad inmaculada, que solo funciona juzgándonos y abrasándonos? ¿Quién podría afirmar de sí mismo que no necesita la tolerancia de los demás, o incluso que lo sostengan? ¿Cómo puede alguien que vive de ser sustentado por los demás, negarse a apoyar a los otros? ¿No es acaso el único don que puede ofrecer, el único consuelo que le queda, el hecho de sustentar, del mismo modo que él es sustentado? La santidad en la Iglesia comienza con este sustentarse y conduce al sustentarse; pero cuando desaparece el sustento, entonces también desaparece el apoyo, y la existencia, que se vuelve inconsistente, tan solo puede hundirse en el vacío. Se diría que en estas palabras se expresa calladamente una existencia enfermiza, pero la imposibilidad de la autarquía y suponer la debilidad del yo pertenecen a lo cristiano. En última instancia, siempre actúa una soberbia oculta, en la que la crítica a la Iglesia apoya aquella mordaz amargura que hoy comienza a popularizarse. Por desgracia, demasiado a menudo se une con un vacío espiritual, en el que ya no se puede percibir lo más característico de la Iglesia, en el que esta es considerada como una institución política, cuya organización se experimenta como miserable o como brutal, como si lo propio de la Iglesia no se encontrara más allá de la organización, en el consuelo de la palabra y los sacramentos, que ella ofrece tanto en los días buenos como en los malos. Los verdaderos creyentes no le conceden demasiada importancia a la reorganización de las estructuras eclesiales. Viven de lo que la Iglesia es siempre. Si se quiere saber lo que es verdaderamente la Iglesia, hay que acercarse a ellos. En efecto, la Iglesia no está principalmente donde se organiza, se reforma o se gobierna, sino en aquellos que simplemente creen y que reciben en ella el don de la fe, que les hace vivir. Solo el que ha experimentado que, más allá del cambio de sus ministerios y de sus formas, la Iglesia levanta a los hombres, que les da un hogar y una esperanza, que es un hogar que es esperanza, un camino a la vida eterna; solo el que ha experimentado esto sabe lo que es la Iglesia, ayer y hoy”.

Santa Iglesia, pero no Iglesia (solamente) de santos

[De ahí deduce Ratzinger algo muy claro: la Iglesia es santa porque el Señor le regala el don inmerecido de la santidad. Pero esa santidad se debe manifestar aquí por el esfuerzo en pasar del pecado a la santidad y ayudar, de modo “constructivo” (animado por el amor) a todos en ese intento].

“Esto no quiere decir que no haya que cambiar nada y que haya que soportarlo todo, tal y como está ahora. El sustentarse puede ser un proceso altamente activo, una lucha por lograr que la Iglesia sea, cada vez más, la que sustenta y la que es sustentada. Es cierto que la Iglesia no vive sino en nosotros, que vive de la lucha de lo profano por ser santo, lucha que, ciertamente, vive del don de Dios, sin el cual no podría existir. Pero esta lucha solo dará fruto y será constructiva si la anima el Espíritu sustentador, el auténtico amor. Aquí nos encontramos ante el criterio por el que siempre se tiene que medir aquella lucha decisiva por alcanzar la santidad mejor, a saber, que no solo no contradiga al sustentarse, sino que lo promueva. Este criterio es el criterio de lo constructivo. Una amargura que solo destruye se condena a sí misma. Una puerta cerrada de golpe puede convertirse en un símbolo que espabile a los que están dentro, es cierto. Pero la ilusión [el espejismo] de que el hombre se edifica mejor en la soledad que en la compañía es tan ingenua como la idea de una Iglesia de santos, en lugar de una santa Iglesia, que es santa porque el Señor le regala el don inmerecido de la santidad (2).

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(1) Cf. J. Ratzinger, Obras completas IV. Introducción al cristianismo, Madrid 2018, pp. 270-277.

(2) Remite aquí a H. De Lubac, Die Kirche, Einsiedeln 1968, 251-282, original francés Méditation sur l’Église, Paris 1952; en español, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 2008″.