Sin categoría

El sentido de la moral (reseña)

ALFEDRO CRUZ, El sentido de la moral. Saber querer lo que en verdad se quiere. Eunsa. Pamplona, 2022, 169 pp.

Alfredo Cruz Prados es profesor agregado de filosofía política en la Universidad de Navarra; autor de diez libros, once artículos, y numerosas colaboraciones en obras colectivas. Al ver su obra es fácil apreciar que su interés va más allá de la reflexión sobre los mecanismos del poder, o las diatribas en la labor del gobernante. Cruz está firmemente convencido del papel de la sociedad en ­la formación ética de las personas, y en sus trabajos la reflexión sobre la sociedad, la antropología, y el carácter ético del ser humano siempre se han retroalimentado. Por eso no debería sorprender que, en 2015, Cruz publicase Deseo y verificación. La estructura fundamental de la ética: una auténtica obra magna, en la que nos presentó un modo de entender la acción ética, que, si bien hundía sus raíces en el tomismo aristotélico, iba bastante más allá.

El libro que ahora nos ocupa, El sentido de la moral. Saber querer lo que en realidad se quiere, sintetiza la tesis principal de Deseo y verificación, y la dirige a un público culto aunque no necesariamente con conocimientos de filosofía moral. Por eso, como el autor mismo señala en la introducción, el libro prescinde de referencias bibliográficas, o de polémicas de corte académico. Se trata de mostrar cómo una correcta fundamentación de la ética sólo puede hacerse a partir de la experiencia moral de la persona, y que la reflexión ética sólo puede articularse alrededor del concepto de virtud, en contra de quienes reducen la ética a una ciencia orientada a determinar qué acciones son buenas o no.

El sentido de la moral se estructura en 20 capítulos, breves –de media, cuatro páginas– y de fácil lectura, pero densos. El ensayo posee una fuerte unidad, de modo que se parte de los elementos más inmediatos de la propia experiencia, para ir haciendo surgir progresivamente temas cada vez más complejos. Este modo de proceder facilita que el lector interiorice los argumentos que expuestos, y que tenga la impresión de estar descubriendo casi por sí mismo los elementos fundamentales de la reflexión ética.

Los primeros capítulos se centran en el análisis de la experiencia moral. En el primero («La experiencia moral»), Cruz presenta una de sus intuiciones fundamentales: que para la reflexión ética hay que partir de la propia experiencia, más que de la idea de «deber» o de «finalidad» del ser humano. Esto requiere, lógicamente, valorar la relación existente entre experiencia moral y conocimiento, tema al que se dedica el segundo capítulo («Conocimiento y verdad racial»), donde Cruz argumenta con claridad y buen humor cómo la demostración de tipo matemático no es la única posible, y que en las cuestiones que realmente importan «cabe razonamiento, argumentación, coherencia: cabe ser racional». Los capítulos tercero y cuarto («La moral supone una antropología», «La importancia de cuál sea nuestro carácter») perfilan los presupuestos antropológicos que se necesitan para explicar la experiencia moral: el hombre aparece así como un ser perfectible y libre, que tiene a su disposición su modo de ser.

Cruz sigue su argumentación explicando la relación entre el apetito y el su uso práctico de la razón. Así, el capítulo quinto trata cómo «la acción buena es la acción verdaderamente apetecible», mientras que los capítulos sexto a octavo nos hablan de la relación del apetito con la felicidad y el deber. Estos capítulos resultan centrales al menos por dos motivos: en primer lugar, a partir de ellos se pasará a hablar de la relación de la ética con la virtud y la identidad personal; pero, sobre todo, su importancia radica en que El sentido de la moral intenta solucionar las aporías que surgen al contraponer deber, moral y felicidad. La sombra de Kant se percibe aquí: y aunque haya quien considere que es una crítica injusta para con el alemán, es fácil constatar que entender la búsqueda de la propia felicidad como egoísmo –muy presente en algunas personas– cobró fuerza a partir del pensamiento kantiano.

El capítulo doce («La vida como proyecto») nos introduce en la última parte del ensayo, en la que cristaliza una visión de la ética que prima la virtud y el obrar prudencial sobre la casuística de determinar la bondad o maldad de un acto. Cruz señala, acertadamente a mi parecer, que el obrar moral se juega en el aquí y el ahora, y que prescindir de la virtud impide entender la ética como una ciencia del saber vivir. El papel de la identidad personal, la necesidad de la virtud para la realización personal o la importancia de prudencia en la moderación de los afectos, son algunos de los temas que aparecerán en estos capítulos. Especialmente interesante me ha resultado el capítulo diecisiete, en el que se aborda la connaturalidad del bien, y la diferencia entre la virtud, y el vicio. En mi opinión, el enlace con modos clásicos de entender la ética, así como la relación del obrar moral con la libertad y la naturaleza humana se encuentran aquí. Eso sí, el camino recorrido hace que estas reflexiones tengan una perspectiva diversa de la que encontramos en tratados de ética o moral aristotélico-tomistas.

Los dos últimos capítulos del libro abordan el papel de la ley moral como educadora de la virtud, y la relación de la virtud con la sociabilidad. En el penúltimo («La adquisición de la virtud. El sentido moral de la ley») Cruz defiende que la ley es una ayuda exterior que facilita el encuentro con el bien a quién todavía no posee la virtud. La ley enseña –sobre todo– qué debemos tener en cuenta, y qué no a la hora de realizar nuestras acciones, pero «no es la ley lo que da sentido a la virtud, sino la virtud a la ley. La virtud no está –como han pensado algunos– para cumplir la ley, para cumplirla mejor o más fácilmente. La ley está para la adquisición de la virtud» (p. 162).

El último capítulo («Moralidad y sociabilidad») relaciona la ética con el ethos social. El autor afirma la importancia de que la propia dignidad no se conciba al margen de la sociedad: si la dignidad humana se concibe de un modo individualista, nos dice Cruz, se priva de racionalidad a la deliberación y a la ley, y se deja sin sentido a la virtud (cfr. p. 168): sólo cuando el bien común se integra en el bien personal la virtud adquiere realmente su valor. Personalmente, hubiera agradecido que se hubiesen desarrollado más las ideas este capítulo final, porque considero que aquí radica in nuce un posible modo de objetivar los contenidos morales del obrar bueno, más allá de un modo subjetivista de entender el deseo con el propio proyecto vital personal. Aunque hay que señalar que los primeros capítulos ya tuvieron en cuenta esta objeción, y que el capítulo diecisiete –antes mencionado– iluminaba satisfactoriamente el problema al estudiar el vicio.

En conclusión, estamos frente a un ensayo sugerente, bien argumentado, que tiene una cualidad valiosa y rara: no sólo explica, sino que ayuda a pensar. La ausencia de disquisiciones académicas, la brevedad de los capítulos, y lo oportuno de los ejemplos usados hacen fácil imaginar su uso como manual en algún curso breve de introducción a la ética, sobre todo si se pretende mostrar la importancia de la virtud, o mostrar la dinámica de la acción humana y su carácter intrínsecamente ético.

Por otra parte, esa ausencia de referencias puede provocar que algunos lectores especializados encuentren insuficiente la argumentación. Probablemente, no faltarán críticos –no es mi caso– que consideren que se deja abierta una puerta al subjetivismo, o que se han escamoteado o simplificado otros modos de concebir la ética. Sin embargo, incluso quienes no compartan el planteamiento del autor, encontrarán en estas páginas ejemplos, sugerencias e intuiciones que, sin duda, enriquecerán sus propios planteamientos. Por lo demás, personalmente considero que se trata de escuchar lo que el autor nos dice, y no se puede negar el rigor y la claridad de sus argumentos. Como dice él mismo «sobre estas materias, buscamos razones, pedimos razones, y contrastamos unas razones con otras; y en este contraste, si está hecho con rigor y honestidad, siempre es posible reconocer, al menos, que unas razones son más sólidas que otras, que unos argumentos están mejor fundados que otros, a la luz de lo cual, lo único racional es atenerse a las mejores razones».

Un libro sobre el que volver. Muy recomendable.