Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
La conmemoración de los fieles difuntos nos sitúa ante una realidad ineludible: hemos sido llamados a la existencia por el Señor de la vida y llegará el momento, para todos, en que volveremos a escuchar su voz, invitándonos a participar de una forma nueva de vivir, en plenitud, junto a Dios. Ese momento será el de la muerte.
La muerte no es el final de la vida que se nos ha regalado, sino el paso hacia un modo distinto de ser y de existir. No hace que la vida se disuelva en la nada, porque la nada no existe: el amor de Dios sostiene todo lo que ha sido creado y lo llama a la plenitud.
La fe cristiana ilumina el misterio de la muerte y lo llena de sentido. Es Cristo, que desde la cruz entrega su vida por cada persona, humano y, con ese acto de amor, da fundamento a nuestra esperanza.
En el evangelio de hoy contemplamos dos maneras de enfrentarse a la muerte personificadas en los dos malhechores crucificados junto a Jesús. Uno de ellos se rebela y desafía al Señor, como si fuera el responsable de su desgracia; el otro, en cambio, reconoce su pecado y acepta el justo castigo que ha recibido, pero mantiene viva su confianza en Dios. Desde las ruinas de su vida malograda sabe que todavía puede ser rescatado por la misericordia divina y alcanzar, para siempre, la felicidad eterna del paraíso.
La esperanza cristiana lleva a confiar siempre en Dios y a comprender que la muerte no tiene la última palabra.
“Los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás. Cristo nos alcanza también en este abismo, atravesando las puertas de este reino de tinieblas. Entra, por así decir, en la misma casa de la muerte, para vaciarla, para liberar a los habitantes, tomándoles de la mano uno por uno. Es la humildad de un Dios que no se detiene delante de nuestro pecado, que no se asusta frente al rechazo extremo del ser humano. (…)
Queridos, este descenso de Cristo no tiene que ver solo con el pasado, sino que toca la vida de cada uno de nosotros. Los infiernos no son solo la condición de quien está muerto, sino también de quien vive la muerte a causa del mal y del pecado. Es también el infierno cotidiano de la soledad, de la vergüenza, del abandono, del cansancio de vivir. Cristo entra en todas estas realidades oscuras para testimoniarnos el amor del Padre. No para juzgar, sino para liberar. No para culpabilizar, sino para salvar” (León XIV, Audiencia 24 de septiembre de 2025).
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