Texto del Evangelio (Lc 17,5-10): En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor; «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os habría obedecido.
»¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: ‘Pasa al momento y ponte a la mesa?’. ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?’. ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer’».
Hoy los discípulos de Jesús nos enseñan a acercarnos a Él con confianza y sencillez. Su relación con el Maestro se ha forjado en la cercanía cotidiana: en el trato diario han crecido la amistad, la admiración y la fe. Han sido testigos de signos sorprendentes y, a través de ellos, han comprendido que la fe no nace del esfuerzo humano, sino que es un don que solo Dios puede dar y hacer crecer, por eso se la piden a Jesús.
La fe, efectivamente, es un don poderoso, capaz de mover montañas. Pero este don necesita ser acogido y cultivado: el discípulo debe hacerlo propio, interiorizarlo y dejar que eche raíces profundas en su vida, hasta el punto de llegar a configurar su identidad más profunda. No se trata solo de creer, sino de dejarse transformar por la fe, permitiendo que ilumine las decisiones, sostenga en las dificultades y guíe el camino.
La fe, así, proporciona una mirada nueva sobre la vida: no cambia las circunstancias, pero sí transforma la manera de verlas y afrontarlas. Quien cree, aprende a mirar la realidad en conexión con Dios, desde Dios. Esta nueva visión interior da una fuerza que no viene de uno mismo, sino de Dios. Es una fuerza serena, firme, que capacita para superar las dificultades cuando es posible, o para afrontarlas con paz cuando no se pueden evitar.
La fe también hace capaces a los discípulos de realizar obras sorprendentes, signos que revelan la presencia de Dios en medio del mundo. Pero nunca deben olvidar —y nosotros tampoco— que no son más que instrumentos, cauces por donde pasa la gracia. Todo lo bueno que nace de la fe no es para la propia gloria, sino para dar gloria a Dios y servir a los demás. Solo cuando el discípulo reconoce con humildad que todo proviene del Señor, su vida se convierte en testimonio auténtico del Evangelio.
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