Texto del Evangelio (Mc 4,35-41): Aquel día, llegada la tarde, les dice: «Crucemos a la otra orilla». Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:»¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?». Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?».
La jornada ha sido agotadora. Como tantas otras, probablemente Jesús y los Doce no han tenido ni tiempo para comer. Ha caído la tarde y toman la barca de Pedro y Andrés para tomar distancia de la muchedumbre. Todos están cansados, Jesús más aún, y duerme profundamente, tanto que la tormenta no consigue despertarlo. Serán los gritos angustiados, llenos de reproche, y también de confianza de sus discípulos los que arrancarán al Señor de un sueño reparador.
En ocasiones el miedo a una situación difícil que se presenta de forma inesperada, o el sufrimiento físico o moral, propio o de alguien a quien queremos, hace zozobrar la fe. Sentimos el peligro de forma acuciante porque no está en nuestra mano dominar la tormenta. Es el momento de confiar, como hacen los apóstoles en la barca que parece hundirse. Sí, la confianza puede dar fortaleza a la fe cuando las dificultades nublan la razón.
“«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.” (Francisco, 27 de marzo de 2020)
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