“A toda la tierra alcanza su pregón”: así reza el Salmo 18 ensalzando la Creación. Y eso mismo es aplicable a la Navidad, de un modo todavía más admirable, ya que con la Encarnación y el nacimiento de Cristo se inició lo que los teólogos llaman la Segunda Creación. Como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 349),
La obra de la Creación culmina en la obra aún más grande de la Redención. Con ésta, de hecho, se inicia la nueva Creación, en la cual todo hallará de nuevo su pleno sentido y cumplimiento.
Sí, a toda la tierra alcanza el pregón de la Navidad: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, y la soberanía reposará sobre sus hombros; y se llamará su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz.” (Is 9, 6). Con palabras sublimes expresa san Juan en el Prólogo de su Evangelio lo que entraña la Navidad: “el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn 1, 3). El Dios se hace hombre para hacer a los hombres hijos de Dios: ¿No es esto un mensaje grandioso para proclamarlo por los cuatro vientos?
Y, sin embargo, se silencia o se vacía este mensaje, que es otro modo de silenciarlo. Hay, al menos tres grandes vacíos fáciles de identificar:
- El vacío simbólico, propiciado por el laicismo que trata de borrar todo vestigio religioso en la Navidad: luces que evocan las comidas y bebidas, eliminación de estrellas y símbolos del Nacimiento, sustitución de belenes por sucedáneos a veces grotescos, … Los símbolos no son adornos neutros: remiten a una realidad más profunda. Y la eliminación de los signos cristianos de la Navidad no es neutralidad ante una sociedad plural sino un empobrecimiento cultural
- El vacío existencial, en el que Cristo está ausente de la vida y el significado de su Nacimiento se reduce a valores como la paz, la solidaridad y la familia, pero sin referencia alguna al Príncipe de la Paz, a Quien vino a salvarnos y quiso dignificar la familia naciendo y viviendo en ella.
- El vacío interior, también en personas con fe y que aprecian la grandeza del misterio de la Navidad, pero que están absorbidas por una actividad frenética incluso preparando la Navidad. “No nos dejemos llevar por la actividad frenética y superficial de los preparativos”, advertía hace pocos días el Papa León XIV.
Estos tres vacíos nos interpelan a llenarlos con:
Símbolos auténticamente navideños, en primer lugar, el belén, expresión sencilla pero directa de la Navidad y la estrella, como símbolo evangélico del camino que lleva a Belén. También el árbol adornado con símbolos navideños, generalmente asociado a la Navidad; de aquí que se llame árbol de Navidad. Los símbolos cristianos de la Navidad no son excluyentes, simplemente explican el origen mismo de la fiesta y ofrece una clave de comprensión a creyentes y no creyentes. Esto lleva a resistir la banalización de la Navidad sustituyendo sucedáneos vacíos por signos que hablan, interpelan y narran.
Colocando al Niño-Dios en el centro vital. El vacío de reducir el misterio de la Navidad a valores genéricos se llena restituyendo el acontecimiento, no solo los valores. Paz, solidaridad y familia son frutos, pero no la raíz. La raíz es una Persona: el Hijo de Dios que nace, el Príncipe de la Paz, que entra en la historia para salvar. Sin referencia a Cristo, la Navidad se convierte en un humanismo amable pero desanclado, incapaz de responder al sufrimiento, al mal o a la esperanza última. Llenar este vacío implica volver a anunciar, con sencillez y profundidad, que la Navidad no es solo un mensaje ético, sino una Buena Noticia: Dios se hace cercano, vulnerable, niño.
Fomentando la interioridad cristiana, con recogimiento interior, acogida y contemplación, permitiendo que el misterio de la Navidad nos alcance, sin convertirla la mera gestión. Eso exige detenerse ante el misterio de la Navidad creando espacios de silencio, oración y contemplación, incluso breves, en medio de la actividad. Conviene recordar, como advertía el Papa, que la preparación externa puede vaciar el corazón si no va acompañada de interioridad. Qué gran ejemplo encontramos en María en acoger, guardar y meditar en su corazón.
En el fondo, los tres vacíos se llenan del mismo modo: dejando espacio a Dios, que en la Navidad no irrumpe con estruendo, sino que pide ser acogido en lo pequeño, lo humilde y lo interior.