Reseña

Dios – La ciencia – Las pruebas. El albor de una revolución (libro)

M-Y. BOLLORÉ y O. BONNASSIES, Dios – La ciencia – Las pruebas: El albor de una revolución, Funambulista, Madrid 2024 (original: Dieu – La science – Les preuves: L’aube d’une révolution, Guy Trédaniel Edition, París 2021)

No es frecuente que un ensayo se convierta en un best-seller ni que cope la atención de los medios de comunicación. Casos, los ha habido: Cosmos de Carl Sagan o La Historia del tiempo, de Stephen Hawkin han vendido más de 40 millones de ejemplares cada uno, pero aunque las ventas de Dios, la ciencia, las Pruebas sean mucho más humildes, ni siquiera esos títulos provocaron el revuelo que ha causado en el último año Dios, la ciencia, las pruebas. La cantidad de conferencias que sus autores han realizado en ateneos culturales, o el número de debates y mesas redondas organizadas alrededor de este título en ambientes universitarios, creo, tal vez sólo sea comparable al revuelo que causó The God Dellusion de Dawkins.

Bolloré y Bonassies, los autores, son empresarios: Bolloré estudió ingeniería informática, hizo un master en gestión empresarial y fundó hace 25 años una empresa dedicada a la ingeniería mecánica. Bonassies también es empresario, aunque además posee una licenciatura en teología y ha escrito diversos libros y artículos sobre la racionalidad de la fe. Dios, la ciencia, las pruebas es el resultado de tres años recopilando información sobre cómo los descubrimientos científicos actuales apuntan a la existencia de un Dios creador. Eso sí, el libro no se centra exclusivamente en la relación entre fe y ciencia experimental: los autores incluyen toda una serie de «pruebas» tomadas de ámbitos distintos, como el filosófico o la misma historia; quieren ofrecer al lector ideas y datos que inviten a la reflexión y a descubrir la racionalidad del teísmo en general (y, como se verá, del cristianismo en particular). En palabras de los autores: «En definitiva, Dios existe o no existe: la respuesta a la pregunta acerca de Dios existe independientemente de nosotros; y es binaria. Es sí o es no. Esto ha sido un obstáculo por la falta de conocimientos hasta ahora. Pero la exposición de un conjunto de pruebas convergentes, a la vez numerosas, racionales y procedentes de diferentes campos del saber, independientes unas de otras, aporta una luz nueva y tal vez decisiva sobre esta cuestión» (p. 31).

Una primera aproximación al libro llama la atención porque en él abundan las imágenes, los diferentes tipos de tipografía, los cuadros-resumen, y las explicaciones realizadas mediante preguntas y respuestas. Tal vez este modo de presentar los contenidos pueda dar la impresión aleje a algunos lectores, pero es una muestra de cómo los autores buscan llegar a un público muy amplio. En cualquier caso, se aprecia rápidamente que no es un ensayo al uso. Un análisis del índice confirma esta impresión: como los autores abarcan una gran cantidad de información, el conjunto no posee una estructura orgánica: probablemente no podía ser de otro modo, ya que se pretende compendiar «pruebas» convergentes independientes entre sí, pero eso no quita que el conjunto de cierta impresión de arbitrariedad.

El libro se divide dos grandes bloques: el primero, «Las pruebas vinculadas a la ciencia» ocupa prácticamente la mitad del volumen, y –como el título indica– incluye argumentos vinculados con la ciencia. La elección de «vinculados» es importante pues no se centra sólo en teorías científicas: también encontramos testimonios de científicos o ejemplos de la persecución sufrida por físicos y biólogos creyentes. La segunda parte, «pruebas al margen de la ciencia«, agrupa los argumentos tomados de otros ámbitos del conocimiento. Cierra el libro una conclusión y dos bloques de Anexos.

El núcleo principal de la primera parte, Las pruebas vinculadas a la ciencia, consiste en explicar cómo los descubrimientos en cosmología y biología apuntan a la existencia de un creador del universo. Los Autores abordan principalmente cuatro teorías: el big-bang, la muerte térmica del universo, la existencia de un ajuste fino en las constantes cosmológicas (que permiten la aparición de la vida y el cosmos tal como lo entendemos) y la linealidad de la evolución. No es difícil apreciar que los Autores realizan, en esta parte, una defensa del principio antrópico en un sentido fuerte: por eso, las críticas, que se pueden poner a éste, son perfectamente válidas a toda esta parte. Sim embargo, resulta más problemático que quepa poner en entredicho el contenido de la exposición misma. Por ejemplo, respecto a la identificación del Big-Ban con un principio absoluto del universo, se omite que el mismo Lemaître (al que los autores se refieren con frecuencia) la negó, cuando Pablo VI la hizo. Tampoco resulta acertada afirmar la imposibilidad racional de la infinitud del universo: ya Santo Tomás de Aquino mostró en diverentes lugares la coherencia de tal idea (por ejemplo, en De aeternitate mundi, Summa Contra Gentiles, II, 31-38, o en De Potentia q. 3), pero además pensar el infinito requiere ser especialmente cuidadoso: recuerdo cómo en un congreso, el Prof. Sánchez Cañizares señalaba que el argumento de que «un pasado infinito no permitiría llegar al presente» es problemático, porque supone que el infinito no es calculable, y el cálculo infinitesimal nos muestra que, en realidad, sí lo es. Algo análogo se puede decir sobre la presunta muerte térmica del universo, dado que hay un fuerte consenso en considerar que, en tal evento, las leyes que ahora conocemos no serían válidas y, simplemente, no podemos proyectarlas en el futuro. Los ejemplos se podrían multiplicar: en general, los autores evitan señalar los argumentos en contra a sus tesis, cuando estos vienen de las mismas personas que ellos presentan como adalides de su tesis. Así sucede en el caso mencionado de Lemaître, o en el de Penrose, del que se omite su crítica (basándose en el desequilibrio termodinámico del cosmos) a que las condiciones del universo estén ajustadas para la aparición de la vida.

Las pruebas vinculadas a la ciencia incluyen también capítulos de corte testimonial. Por ejemplo, encontramos una historia de la persecución a los científicos que han defendido el Big-Bang, especialmente en regímenes comunistas, que se atribuye, principalmente, al teísmo. Otro capítulo se dedica a recopilar citas de científicos que defienden la existencia de Dios, y los autores también son generosos a la hora de exponer las posturas religiosas de Einstein o Gödel. Dejando de lado el interés de esos capítulos, siempre cabe la duda (por lo que se ha leído anteriormente) de hasta qué punto los autores están siendo rigurosos. Por ejemplo, al menos en el caso de Einstein, los autores simplifican su postura y sacan de contexto algunas afirmaciones para hacerla más cercana a sus propias posturas. Y afirmar (generalizando) sin ninguna fuente documental que el principal motivo por el que algunos científicos fueron perseguidos por Stalin fue su defensa del Big-Bang, aun pudiendo tener su parte de verdad (después de todo, ésta no era una teoría válida para la ortodoxia soviética), parece arriesgado cuanto menos. Pero ese es el tono del libro que, a medida que avanza, toma tintes más apologéticos, denunciando el supuesto movimiento anticristiano que ha querido silenciar las teorías científicas expuestas e interpelando al lector a que no siga leyendo hasta que interiorice lo que se ha dicho hasta el momento.

El tono apologético se vuelve más fuerte y cambia de una defensa del teísmo a una del cristianismo en la segunda parte: Las pruebas al margen de la ciencia. Aquí encontraremos temas tan diversos como la historia del pueblo judío y su persecuciones (que los autores presentan como humanamente inexplicables, de modo que son un indicio de ensañamiento demoniaco); la existencia de «verdades científicas» en la Biblia (entre las que se incluye la creación del mundo, o que los astros no son dioses); reflexiones sobre el sentido del mal y la conciencia moral del hombre (que sólo serían explicables por un Dios creador); un análisis de la figura de Jesús tal como aparece en los evangelios (que se mueve en la línea de la apologética clásica); el milagro de Fátima explicado en la prensa de la época; y un elenco de pruebas filosóficas a favor de la existencia de Dios. El valor de cada capítulo, en mi opinión, es desigual, tanto en el contenido de lo que se expone como en el valor moral que el lector quiera atribuir a cada argumento. Eso sí, en línea con la primera parte y el tono divulgativo, apenas hay referencias a la literatura especializada en la materia, y cuando el tema se vuelve más técnico (por ejemplo, al hablar de exégesis en la parte dedicada a las verdades de la Biblia) no faltan imprecisiones, o presentaciones parciales de algunas cuestiones.

Tal vez el caso más extremo de esto último sea el dedicado a las pruebas filosóficas de la existencia de Dios. Por simplicidad, los autores prefieren centrarse en líneas argumentativas clásicas: una que demostraría la existencia de una suma inteligencia, la que llevaría a un ser necesario, y por último, la que concluye la necesidad de un ser creador del tiempo. Las resonancias con las vías tomistas –a la quinta, que parte del orden del cosmos, y la tercera vía, que lo hace de la contingencia– parecen claras, pero las pruebas en sí son distintas y, en mi opinión, bastante discutibles.

Así, la primera prueba ofrecida se inicia señalando que «si el mundo no es creado por una inteligencia, la aplicabilidad de las matemáticas es una coincidencia» para concluir que «es muy probable que el mundo haya sido creado por una inteligencia». Como se puede apreciar, el punto de partida ya es problemático, porque no considera que las matemáticas, en realidad, puedan tener su fundamento en un proceso de abstracción realizado sobre la realidad material. Tomando en cuenta esa perspectiva, es difícil pensar en que la aplicabilidad de las mismas sea problemática. Pero, además, la misma formulación probabilística de la conclusión está lejos de lo que se consideraría una prueba metafísica válida, dado que éstas se caracterizan por la necesidad. Respecto a la prueba que desemboca en un «creador del tiempo», es una reformulación de lo que en la primera parte los autores afirmaron sobre la imposibilidad de un «tiempo pasado infinito», y le afectan las mismas críticas. La prueba de la contingencia del universo, que concluye la existencia de un ser necesario, atemporal e inmaterial, es tal vez la más cercana a la vía tomista: aunque su desarrollo se fundamenta, de nuevo, en las teorías expuestas en la primera parte.

En conclusión, nos encontramos frente a un libro ambicioso, que tiene el mérito de haber puesto en el primer plano de la opinión pública la insuficiencia de una visión materialista del universo, y cómo la existencia de Dios no es incompatible con los avances científicos. Sin embargo, aunque ofrece muchas ideas para la reflexión, el lector puede acabar con la impresión de que, siendo las conclusiones interesantes, y tal vez verdaderas, probablemente podrían haberse explicado mejor o con más rigor. Esta impresión, además, aumenta debido a las imprecisiones y a la falta de referencias de literatura especializada. Tampoco ayuda que el libro se vuelva agresivamente apologético, sobre todo a partir del primer tercio: aunque es una opción lícita, y ayuda a apreciar que el tema tratado no se puede abordar como un problema abstracto más, es fácil que provoque cierto rechazo entre los lectores escépticos, especialmente si saben reconocer algunas de las deficiencias señaladas.