Durante los últimos siglos, el proceso de secularización ha sido una de las transformaciones culturales y políticas más decisivas de la modernidad occidental. Mediante la secularización, la religión perdió influencia en distintos ámbitos de la vida social: la política, la educación, la economía, la ciencia, e incluso en la conciencia individual. La separación entre religión y esfera pública fue vista como condición para la autonomía individual, la racionalidad política y la convivencia plural.
Sin embargo, en las últimas décadas, múltiples fenómenos sociales y filosóficos han desafiado este paradigma, dando lugar a lo que algunos autores denominan una cultura post-secular.
Secularización e ideología laicista
La perspectiva secularista parte de la convicción de que la religión debe quedar confinada a la esfera privada, mientras que los asuntos públicos deben guiarse por principios racionales y universales, libres de influencias confesionales. Inspirada en el liberalismo ilustrado y consolidada en modelos políticos como el laicismo francés, esta postura busca proteger la neutralidad del Estado y garantizar la convivencia entre ciudadanos de distintas creencias. Para ello se defiende la aconfesionalidad del Estado.
La secularización implica la autonomía de las instituciones civiles frente a las religiosas. Sin embargo, no niega el hecho religioso ni se opone a la vivencia religiosa, pero rechaza que la autoridad religiosa imponga su autoridad al espacio público.
El proceso de secularización se ha fraguado desde el siglo XVIII, y aun antes. Al tiempo que aumentaba el progreso científico y técnico se minusvaloraba la religión. La religión se veía además como potencialmente fuente de conflicto si entraba en el espacio político. Los relatos religiosos se tendían a ver como algo del pasado, y aún como una superstición. En cambio, se enfatizaba la racionalidad científica y técnica. Si la religión no debía tener cabida en la esfera pública, era necesario aceptar que la moral pública debe fundamentarse en consensos seculares y universales.
La secularización ha tenido un aspecto positivo en la medida en que ha ayudado a promover la libertad de conciencia, los derechos civiles, y el pluralismo institucional. Sin embargo, también ha sido criticada por marginar injustamente las motivaciones religiosas de los actores públicos y por subestimar el papel formativo de las tradiciones religiosas en la vida moral y cívica.
Mientras que algunos simplemente defendían la separación Iglesia-Estado otros han ido más allá promoviendo el laicismo ideológico, que busca excluir completamente la religión del espacio público, confinándola exclusivamente al ámbito privado. En este sentido, puede entenderse como una radicalización ideológica de la secularización.
La ideología laicista sostiene que la religión no debe tener ningún papel público en la vida política, educativa o cultural. Considera que lo racional, científico o secular es superior a lo religioso. Promueve un tipo de neutralidad excluyente, en la que lo religioso es silenciado o invisibilizado. Con frecuencia adopta posturas hostiles a hacia las creencias religiosas. Esta ideología puede llevar a una «cultura de cancelación», impidiendo, por ejemplo, que un ciudadano exprese sus convicciones religiosas en una argumentación pública o prohibiendo cualquier símbolo religioso en el ámbito laboral, incluso sin imposición a terceros.
La secularización, entendida en su sentido original, es compatible con una visión pluralista e inclusiva, donde la religión coexiste con otras visiones del mundo en un marco de libertad y respeto mutuo. En cambio, la ideología laicista puede transformarse en una forma de «religión negativa», que impone la ausencia de religión como única norma válida, perdiendo de vista el valor democrático del diálogo entre convicciones y el papel positivo que muchas tradiciones religiosas pueden desempeñar en la vida pública.
Tendencia actual a una cultura post-secular
Frente a la narrativa del declive religioso, la cultura post-secularista reconoce que la religión no ha desaparecido, sino que persiste, se transforma y reaparece en nuevos formatos y discursos públicos. Filósofos como Jürgen Habermas y Charles Taylor han defendido que, en sociedades democráticas maduras, la religión puede y debe participar en el debate público como una voz legítima entre otras.
En la cultura post-secular:
- Se reconoce la vitalidad de las religiones en la vida personal y social.
- Se promueve un diálogo razonable entre convicciones seculares y religiosas.
- Se valora el aporte de las tradiciones religiosas a la ética pública, la solidaridad y el sentido de trascendencia.
- Se pasa de la tolerancia pasiva a un reconocimiento activo de la diversidad espiritual y religiosa.
En resumen, en la cultura post-secular:
- Se pasa de una separación estricta y una neutralidad excluyente del Estado a una separación respetuosa, que promueve inclusión dialógica, y posibles formas de colaboración.
- Se aceptan razones religiosas si se traducen a un lenguaje público, en términos de dignidad y derechos humanos, por ejemplo.
- Los ciudadanos y su participación pública no se conciben despojados de creencias y valores religiosos, sino como «ciudadanos integrales» incluyendo su identidad religiosa.
- La religión deja de ser vista como un residuo del pasado y se convierte en un recurso ético-cultural capaz de enriquecer la vida democrática, sin reclamar privilegios ni imponer dogmas. La religión es así, activa, plural y públicamente relevante.
Finalmente, conviene notar que la transición de un paradigma secularista a uno post-secular no implica una visión clerical ni una restauración del poder religioso en el ámbito político, sino una relectura más inclusiva del espacio público pluralista. Reconocer la voz de las tradiciones religiosas como parte del diálogo democrático no amenaza la laicidad del Estado, sino que la enriquece desde una ética del reconocimiento. En una época de crisis de sentido y fragmentación social, la cultura post-secular abre la posibilidad de integrar sabidurías espirituales en la construcción de un bien común más profundo, humano y trascendente.