Comentario de documentos

Carta Apostólica de León XIV: ‘In unitate fide’

El Papa León XIV, el pasado 23 de noviembre, publicó la Carta Apostólica ‘In unitate fide’. Fue poco antes emprender su viaje a Turquía y Líbano (27 noviembre a 2 de diciembre), con peregrinación a İznik (nombre turco de Nicea desde 1331). El motivo, tanto de la Carta como del viaje fue el 1700° aniversario del Primer Concilio de Nicea. La importancia capital de este concilio ecuménico celebrado el año 325 en Nicea -entonces un enclave comercial en la ruta hacia Constantinopla en la época romana- es bien conocido por quienes conocen mínimamente la historia de la Iglesia.

Este concilio concluyó una controversia que había dividido fuertemente a los cristianos y no era sobre una cuestión baladí: era, nada menos, que acerca de Jesús como Hijo de Dios. Arriano y sus numerosos seguidores sostenían que siendo Jesús un hombre extraordinario, no era verdadero Dios, sino una especie de intermediado de Dios, con much poder, pero distinto a Dios. Tenían sus razones: por una parte, el monoteísmo, fuertemente arraigado en el Antiguo Testamento y también en el Nuevo, parecía contradictorio con que Dios-Padre fuera a la vez Dios-Hijo. Por otra parte, la existencia de un demiurgo en la filosofía de Platón, y posteriormente en el neoplatonismo a principios de nuestra era, que desde la fe cristiana correspondería a Jesucristo. El demiurgo (en griego significa ‘supremo artesano’, ‘hacedor’) era una deidad primordial que quien se atribuía la creación del universo.

El movimiento, que se ha llamado arrianismo, tuvo muchos partidarios, pero muchos otros reaccionaron, manteniendo que lo que defendía Arriano era contrario al Evangelio y a la Tradición; y, por tanto, se trataba de una doctrina herética. En el Evangelio, es cierto que con frecuencia Jesús se dirige al Padre, pero también hay numerosos textos, sobre todo en el Evangelio de san Juan, en los que Jesús se muestra igual al Padre y verdadero Hijo de Dios, llegado a afirmar: «Yo y el Padre uno somos» (Jn 10, 30). Por su parte, el Evangelio según san Marcos se introduce con estas palabras «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios· (Mc 1, 1).

El Papa recuerda el contexto histórico y la respuesta que dio el Concilio de Nicea estableciendo que el Hijo es distinto del Padre, aunque de la misma sustancia (homoousios). Nicea sería el inicio del desarrollo teológico-doctrinal sobre Dios, Uno y Trino: un solo Dios pero en tres personas realmente distintas. El Papa remite y alaba un documento de la Comisión Teológica Internacional: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. El 1700 aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea, el cual «ofrece útiles perspectivas para profundizar en la importancia y actualidad no sólo teológica y eclesial, sino también cultural y social del Concilio de Nicea.»

El Papa León recuerda que Nicea formuló como profesión central de la fe cristina que Jesucristo es el Hijo único de Dios “engendrado, no creado, consustancial al Padre”. La Carta explica por qué Nicea usó términos no bíblicos (ousía, homoousios): no para “helenizar” la fe, sino para expresar con precisión la verdad bíblica frente al error. De este modo, Nicea reafirma a la vez el monoteísmo y el realismo de la encarnación: Dios no es lejano, sino que se hace cercano en Jesucristo.

A la luz del Concilio de Nicea, León XIV subraya la imagen de Cristo como “luz de luz”, que ilumina al bautizado para ser luz en el mundo y la plenitud de la Encarnación plena, ya que el Verbo asumió todo lo humano (cuerpo y alma), lo cual fundamenta la dignidad entera de la persona y la esperanza de la “divinización” cristiana. Así, la auténtica humanización solo se entiende desde Cristo.

En la parte final de la Carta, el Papa acerca  el Credo a la vida personal de los cristianos. Pregunta por la recepción interior del Credo hoy y llama a un examen de conciencia. Denuncia que en muchas culturas Dios ha perdido relevancia y que los propios cristianos han contribuido a oscurecer su rostro con incoherencias, violencia o usos ideológicos del nombre de Dios. Por eso invita a volver al Dios vivo del Credo, a reconocer y purificar ídolos contemporáneos (poder, riqueza, autosuficiencia), y a vivir la fe en clave de conversión.

La carta insiste en que confesar a Cristo como Señor implica seguirle en el camino de la cruz, que conduce a vida nueva; y que la fe es inseparable del amor concreto al prójimo, especialmente a los pequeños y pobres, donde Cristo se hace presente. La unidad de la fe no es solo doctrinal, sino vital: lo que se profesa con la boca debe verificarse en la vida y en la caridad.