Texto del Evangelio (Lc 23,35-43): En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Había encima de él una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
La burla, el escarnio, los insultos desafiantes dirigidos a Jesús crucificado se convierten hoy, para nosotros, en signos que revelan su verdadera realeza.
El Señor no se rebela ni se defiende ante los instigadores porque quiere llevar a término su obra de la salvación, cueste lo que cueste. De sus labios, incluso en la cruz donde es humillado, solo brotan palabras llenas de amor y mansedumbre.
Jesús es rey y la cruz es su trono. Desde la cruz restaña las heridas del pecado, rescata a cada ser humano de la esclavitud y le devuelve la libertad propia de los hijos de Dios. Pero Cristo no impone su reinado, lo ofrece.
Nadie puede salvarse a sí mismo; no hay ser humano capaz de volver a la vida una vez perdida. Solo Jesús ha recobrado la vida después de la muerte por su propio poder, venciendo a la muerte con su resurrección.
Mayor milagro es salir vivo de la tumba que bajar de la cruz; y mayor amor es permanecer en ella y entregar la vida hasta el final. En la cruz, Cristo ofrece un reino de amor y vence así las fuerzas del mal.
“Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.» (Mt 28, 18).
Pero, ¿en qué consiste el «poder» de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad (Benedicto XVI, 22 de noviembre de 2009)”.
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