Reflexión

Cuando la libertad se toma como un absoluto

La libertad es el don que —en unión esencial a la inteligencia y a la voluntad— constituye el reflejo de la divinidad en el hombre[1], y por medio del cual la persona es concreadora de sí misma, en orden a alcanzar el perfeccionamiento de su ser, es decir, mediante la libertad puede completarse [2], puede conducirse a sí misma al estado de madurez personal que hace posible alcanzar el fin que le es propio[3].

La libertad, por tanto, es un medio, una capacidad fundamental, más incluso, forma parte constitutiva del modo de ser de la persona. Pero este modo de ser no es un absoluto, igual que la persona misma tampoco lo es. La persona es libre para poder actuar sobre sí misma, para poder autodirigirse hacia la plenitud a que está llamada, y a la que tiende por el propio dinamismo de su naturaleza.

Sin embargo, la libertad puede extraviarse, puede pervertir su sentido, desnaturalizarse. Y pretender convertirse en un absoluto: en lugar de desarrollarse acompañando al ser de la persona o, más exactamente, en lugar de ir desarrollándose al compás del perfeccionamiento personal —porque de alguna manera se identifican la actividad de la libertad y el desenvolvimiento de la persona—, constituirse ella misma en un fin, en el fin de sí misma: la libertad por ella misma.[4]

Para ser más exactos, habría que decir que es la persona la que pretende des-vincularse de su ser de criatura. Y puede llevar a cabo esta des-naturalización mediante su libertad, mediante su poder decidir sobre sí misma en relación al fin último de su existencia. De este modo, la criatura tiende a absolutizarse, y es entonces cuando la libertad pasa a convertirse en el fin subjetivo último, absoluto: se cambia el fin objetivo que corresponde al modo de ser de la persona, por el que ofrece una autonomía completa, una independencia total: la libertad absoluta.[5]

Llegados aquí, es lógico ahora hacernos algunas preguntas: ¿se basta la libertad a sí misma?, ¿puede constituirse en el fin de sí misma o fin último de la persona? ¿Tiene sentido la libertad sin referencia a la persona? Sin esa referencia, ¿qué sentido puede tener? ¿Es la libertad concebible separada de la persona?

Cuando la libertad se coloca como fin de sí misma o, mejor, como decimos, como fin absoluto de la persona, se ha producido una inversión, más aún, una per-versión. ¿Cómo ha sido posible esta inversión del orden de la realidad[6], que ha llevado o supuesto una perversión de la libertad, un salirse de sí insano, un desviarse o, mejor, extraviarse?

La libertad tiende hacia el absoluto. En sí misma, si la consideramos hipostasiada, la libertad es un cierto absoluto. Esto es así, porque la libertad pertenece a las características esenciales del espíritu, y el espíritu está abierto a la infinitud, a la totalidad del ser, de todo lo existente y de todo lo posible. Y, por lo tanto, la libertad, en su dimensión espiritual, abarca el Todo, y es proyección hacia lo Absoluto.

Así como lo propio de la materia es el límite, estar determinada por leyes fijas, lo característico del espíritu es la apertura a la totalidad del ser[7], no sólo existente sino también posible. El espíritu no vive clausurado, sino abierto, disponible para cualquier posible determinación.

Pero, solamente el Espíritu que es por sí mismo es absoluto. Sólo Dios es el Absoluto. Los demás espíritus son creados, participan de aquél, y, como tales, son limitados. Sin embargo, precisamente por su apertura al infinito, la gran tentación del ser espiritual es el rechazo de su condición de criatura, considerando entonces como libertad la posesión de la completa autonomía, de la independencia total de cualquier otro ser, incluido Dios mismo[8]. Ser libre se entenderá ahora como ser independiente de toda instancia ajena. La libertad de la criatura se ha convertido en un absoluto, se ha des-orbitado o per-vertido, se ha vertido fuera del orden que le corresponde como alguien dependiente en su ser.

Es la vieja cuestión que nació en el Paraíso y se prolonga a lo largo de la historia humana, con diferentes variantes, pero manteniendo la misma temática. Seréis como dioses, susurró el Tentador a nuestros primeros padres, conocedores del bien y del mal. Conocedores, según los exégetas, significa, en el lenguaje bíblico, no solamente saber qué es el bien y qué es el mal, sino determinar ambos, establecer qué es bueno y qué es malo por uno mismo, sin depender del juicio de otro, ni siquiera del de Dios.

Es claro que establecer el bien y el mal, determinar ambos, está —se quiera o no— en función del conocimiento, y el conocer depende de la realidad, de lo que las cosas son, de la verdad. Por eso, para un espíritu creado, la cuestión reside en descubrir mediante el conocimiento lo que es bueno o no en la realidad, consiste en el conocimiento de la verdad: la verdad os hará libres[9]. En consecuencia, pretender decidir subjetivamente qué es el bien y qué es el mal, equivale a pretender crear la verdad, crear la realidad.[10]

AGUSTÍN habla de la voluntad[11] que se curva hacia sí misma, que se encierra, volviéndose hacia sí como a su fin. Luego, lógicamente, puesta a sí misma como fin, la voluntad querrá establecer el bien y el mal como fruto de sus decisiones autónomas y, finalmente, también, como necesaria consecuencia, decidirá qué es la verdad. Hemos llegado a la raíz del subjetivismo, fuente de relativismo moral.

Lo anterior no es nada nuevo. Pero, lo peculiar en la actualidad es, por una parte, que la postura ha sido perfectamente estructurada racionalmente[12], y, por otra, el refuerzo que ha supuesto el desarrollo de la ciencia de la naturaleza y sus aplicaciones técnicas.

La técnica ofrece un dominio sobre la materia, que invita al ser humano a pensar que su dominio sobre el mundo físico supone la prueba de su independencia de toda norma ajena a su propio conocimiento y decisión. Es decir, el progresivo dominio sobre el mundo físico se convierte en un argumento para reivindicar la independencia de las normas éticas, o, lo que es peor, para ponerlas en función de dicho dominio: sería lícito hacer lo que puede ser hecho. Retornamos al subjetivismo, al relativismo.

Pero el orden ético, las normas morales, no son elementos exteriores a la realidad, como etiquetas que se pegan, sino que constituyen una dimensión de la misma realidad, porque cualifican necesariamente la acción humana en relación con el mundo y con los demás hombres. Ninguna acción humana es indiferente desde el punto de vista moral[13].

El espíritu es consciente de su poder de decisión, de su querer o no querer, poder que ejercita por medio de la voluntad. La voluntad es, por tanto, el poder del espíritu para autodeterminarse a la acción, como la inteligencia es la capacidad del espíritu de conocerse a sí mismo como siendo, y como siendo capaz de conocer y de estar autoconociendo[14]. La libertad de un ser creado radica en ese poder de conocerse y autodirigirse hacia el fin, pero el fin está dado previamente en su propia naturaleza. Y tanto ésta, como el resto de lo existente, posee su propio modo de ser, independiente de mi voluntad.

De ahí que la libertad creada—como arriba comentábamos—  dependa de la verdad en su ejercicio[15]. Más exactamente, la persona creada actúa libremente, es decir, vive su libertad y la desarrolla, únicamente en relación con la verdad[16]. Porque la libertad implica necesariamente elección, y elegir supone decidir hacia qué fin me dirijo. Si el fin al que me oriento mediante mis actos libres es el que corresponde a mi ser, acierto, me perfecciono y refuerzo al mismo tiempo mi libertad, porque son inseparables libertad como acción, y libertad o liberación personal como efecto de la acción libre.

Decimos liberación personal, y habría que aclarar esta noción. Para que tenga sentido hablar de liberación de la persona, hay que presuponer que está sometida a algún tipo de servidumbre.

Pero, en sí mismo, el hecho de la libertad de la persona, o el que la persona sea libre, no dice relación a liberarse, sino a dirigirse por uno mismo hacia un fin. Hablar de liberación sólo tiene sentido —repetimos— si la persona se siente constreñida, coaccionada, o sometida injustamente a un poder extraño. Por eso, para un ser creado de naturaleza inteligente y libre como es el ser humano, hablar de liberación implica, bien que se está prisionero de algo, o bien que se contempla el propio ser de criatura como una limitación (injusta)[17].

Para que la libertad esté orientada hacia el bien de la  persona la voluntad necesita ser sanada, porque la libertad está determinada por ella.[18] Y la voluntad solamente puede ser sanada de su desvío, por el don sobrenatural de la gracia.

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[1] Partimos de la concepción cristiana del hombre como ser creado a imagen y semejanza de Dios (cfr Gén 1, 26-27), llevando a cabo la presente reflexión sobre la libertad en el horizonte del pensamiento cristiano. También la corporeidad es, en cierto sentido, reflejo de la Divinidad, en cuanto que posibilita el encuentro y la entrega a otras personas humanas. Ambas cosas se dan en el seno de la Trinidad divina de modo infinitamente perfecto.

[2] El ser humano individual —la persona— está terminado, cerrado, en cuanto a su naturaleza —a lo que es—, es decir, posee todo lo que corresponde a la identidad humana. A la vez, está abierto a un crecimiento, a un desarrollo de las potencialidades de esa naturaleza, precisamente por ser libre y estar llamado a alcanzar su fin en el tiempo, en lo que constituye su historia personal. De ahí que no se identifiquen los conceptos naturaleza y persona, aunque toda persona posee una determinada naturaleza.

[3] El fin al que la persona humana está llamada es la vida eterna, esto es, la unión personal con Dios Uno y Trino.

[4] Este planteamiento supone una concepción de la libertad como absoluta independencia de cualquier instancia, como un ilimitado autocrecimiento.

[5] “(…) brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos, que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres (…) de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esa libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos” (BENEDICTO XVI, La alegría de la fe, SAN PABLO 2012,  Madrid,  p.97).

[6] El orden de la realidad, desde el punto de vista ontológico, es primero persona y después libertad, o, si se quiere, persona libre, pero reconociendo que la persona es lo sustante y que la libertad está en ella. Aquí — parafraseando el pienso, luego existo— tampoco es admisible el soy libre, luego existo.

[7] En palabras de ARISTÓTELES el alma —la mente— “es en cierto modo todas las cosas existentes”(De anima 431b21), porque por medio del conocimiento se hace (con) toda la realidad.

[8] También podemos decirlo así: para poder independizarse absolutamente, des-ligarse de su ser (de) criatura, el hombre necesita una libertad absoluta, total ausencia de cualquier dependencia o vinculación de otro ser.

[9] Así lo afirma Jesucristo en una de sus discusiones con los judíos (cfr Io 8, 32).

[10] “Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas” (BENEDICTO XVI: La alegría de la fe, SAN PABLO, 2012,  Madrid, p. 96).

[11] San Agustín habla del papel de la voluntad especialmente en De libero arbitrio voluntatis. Siempre que nos referimos a la voluntad está implícita la referencia a la persona, que es el sujeto de la misma.

[12] En efecto, el subjetivismo está perfectamente estructurado en la filosofía kantiana. El sujeto trascendental kantiano –el “yo” trascendental-, junto con la razón práctica, establece la norma objetiva de conducta, el bien moral, de modo completamente autónomo (Crítica de la razón pura y Crítica de la razón práctica) . Y, posteriormente, en el idealismo hegeliano  (cfr Hegel: “La filosofía del espíritu subjetivo”, en la sección sobre la “Moralidad”).

[13] En este estudio, usamos indistintamente los términos moral o ético, aunque conocemos que existe distinción entre ellos. Pero, para nuestro propósito, equivalen.

[14] Es la reflexividad: conocer que está conociendo y el contenido de ese conocimiento: Iudicium autem est in potestate iudicantis secundum quod potest de suo iudicio iudicare: de eo enim quod est in nostra potestate, possumus iudicare. Iudicare autem de iudicio suo est solius rationis, quae super actum suum reflectitur, et cognoscit habitudines rerum de quibus iudicat, et per quas iudicat: unde totius libertatis radix est in ratione constituta (De veritate, q. XXIV, a. 6).

[15] En cuanto la verdad señala el bien propio de la persona. Pero, la decisión es función de la voluntad.

[16] Una elección errónea, que no corresponde a la verdad de las cosas, ni a la verdad de mi naturaleza, es voluntaria, pero no libre, no me perfecciona: es un acto fallido de mi libre albedrio.

[17] “Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.” (BENEDICTO XVI: La alegría de la fe, SAN PABLO, 2012, Madrid, p. 96).

[18] (…) Nam rationis quidem actus in sola cognitione consistit; voluntas autem actum suum habet circa bonum quod est finis; liberum vero arbitrium circa bonum quod est ad finem (De malo, q. 6). “Porque en verdad el acto de la razón consiste sólo en el conocer; y la voluntad tiene su acto en relación con el bien que es el fin; pues el libre arbitrio se refiere al bien como a lo que es su fin”. Por eso, aunque hayamos centrado la reflexión sobre el desvío de la libertad, propiamente hablando, la causa es la perversión de la voluntad.