Texto del Evangelio (Jn 3,13-17): En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
Jesús conversa con Nicodemo sobre su misión y para que su interlocutor pueda comprenderle le recuerda un episodio relevante para el pueblo de Israel cuyo sentido conoce bien: del mismo modo que la serpiente de bronce fue puesta en alto para ser instrumento de curación de quienes enfermaban en el desierto, Jesús será alzado en la cruz para que todos tengamos a quien mirar cuando sentimos la mancha del pecado en nuestra vida y podamos ser curados de nuevo.
Jesús ha venido al mundo para ofrecer la salvación. Todos tenemos necesidad de ser sanados, curados. Y por eso Dios se hizo uno de los nuestros, para alcanzarnos la salvación ofreciendo su vida por cada uno.
Todos estamos necesitados de ayuda, nadie se salva solo, tampoco hoy, auque Jesús ya nos haya rescatado con la entrega de su vida. En la cruz se abrió el camino hacia Dios pero no podemos recorrerlo sin Él y sin la ayuda de su gracia.
“En el centro del relato de la pasión, en el momento más luminoso y a la vez más oscuro de la vida de Jesús, el Evangelio de Juan nos entrega dos palabras que encierran un misterio inmenso: «Tengo sed» (19,28), e inmediatamente después: «Todo está cumplido» (19,30). Palabras últimas, pero cargadas de toda una vida, que revelan el sentido de toda la existencia del Hijo de Dios. En la cruz, Jesús no aparece como un héroe victorioso, sino como un mendigo de amor. No proclama, no condena, no se defiende. Pide, humildemente, lo que por sí solo no puede darse de ninguna manera.
La sed del Crucificado no es solo la necesidad fisiológica de un cuerpo destrozado. Es también y, sobre todo, la expresión de un deseo profundo: el de amor, de relación, de comunión. Es el grito silencioso de un Dios que, habiendo querido compartir todo de nuestra condición humana, se deja atravesar también por esta sed. Un Dios que no se avergüenza de mendigar un sorbo, porque en ese gesto nos dice que el amor, para ser verdadero, también debe aprender a pedir y no solo a dar.
«Tengo sed», dice Jesús, y de este modo manifiesta su humanidad y también la nuestra. Ninguno de nosotros puede bastarse a sí mismo. Nadie puede salvarse por sí mismo. La vida se «cumple» no cuando somos fuertes, sino cuando aprendemos a recibir. Y precisamente en ese momento, después de haber recibido de manos ajenas una esponja empapada en vinagre, Jesús proclama: «Todo está cumplido». El amor se ha hecho necesitado, y precisamente por eso ha llevado a cabo su obra.
Esta es la paradoja cristiana: Dios salva no haciendo, sino dejándose hacer. No venciendo al mal con la fuerza, sino aceptando hasta el fondo la debilidad del amor. En la cruz, Jesús nos enseña que el ser humano no se realiza en el poder, sino en la apertura confiada a los demás, incluso cuando son hostiles y enemigos. La salvación no está en la autonomía, sino en reconocer con humildad la propia necesidad y saber expresarla libremente” (León XIV, Audiencia 3 de septiembre de 2025).
Otros comentarios: evangeli.net; opusdei.org; Biblia de Navarra
Otros recursos: meditación